La condena Por Juan Montes
Hacía quince años que no dormía. Cuando cerraba los ojos veía ojos ciegos abiertos. Si despertaba, en la oscuridad se multiplicaban los ojos ciegos que lo miraban desde una blancura helada. Dudaba de su estado de vigilia. No alcanzaba a definir si los ojos ciegos habitaban sus pesadillas o su vigilia. Despierto o dormido estaban ahí.
Decidió entonces que lo mejor era dormir con la luz prendida. Había logrado reducir al menos la persistencia de esas miradas indiferentes, frías y profundamente blancas. Pero al dormirse aparecían nuevamente. Ojos ciegos abiertos en sus sueños. Suspendidos, flotando, sin cuerpo, ojos blancos rondando.
Decidió no dormir. Quince años pasaron sin poder dormir. Fue acostumbrándose a entrecerrar los ojos y tratar de descansar sin alcanzar el sueño. Pero en el centelleo de sus párpados, en el interior de sus párpados, los ojos blancos continuaban allí. Lo miraban apenas, imperturbables, gélidos.
Sólo en la luz podía estar sin verlos. Sabía que estaban allí, acosándolo, observándolo, persiguiéndolo, sofocándolo. Solo en la luz. No podía beber. Habitaban el fondo de la taza de café. Ojos de mujer ciega. Ojos blancos de hielo al fondo del vapor, ojos vacíos y redondos flotando en el café. Ojos ciegos en el agua transparente. Ojos ciegos en los vasos de vino que los ensangrentaba.
Había decidido ponerle fin a esta agonía que lo aprisionaba desde hacia 30 años. Había decidido enfrentar al espejo donde cada mañana se reunían los ojos para mirarlo.
Apoyó una pistola 9 mm en el lavatorio, se puso su chaqueta verde, sus borceguíes de antaño, se calzó una boina roja con un escudo en el frente, y reflejó su rostro cadavérico, barbudo, extenuado en el espejo del baño. Sabía que él no estaría allí. Ya había experimentado la terrible extrañeza de que su cuerpo y su rostro no tenían reflejo. Solo los ojos blancos, impávidos, impenetrables lo miraban.
Tomó el arma, apuntó al espejo, y susurrando “mierda” apretó tres veces el gatillo. El piso del baño se cubrió de ojos blancos. Miles de ojos blancos que no morían, que se multiplicaban.
Levantó el arma ahora hasta su boca. Necesitaba dormir, necesitaba descansar, necesitaba parar. Pero la nueve milímetros no estalló en su boca, no cayó su cuerpo sobre los cientos de vidrios, sin embargo, con una sonrisa de satisfacción comprobó que los ojos no estaban allí. La comprobación de que no pudo estallar sobre sí las balas que tan impunemente había levantado contra otros, lo liberaban de los ojos pero le imprimían una extraña sensación de cobardía, asco. La cobardía y el asco lo acompañaron luego hasta su vejez, hasta el minuto donde todo culmina.
El día de su muerte, un enceguecedor resplandor incandescente le quemó el interior de sus párpados, desdoblado veía a contraluz su figura transitando un túnel donde no había ojos, sino voces, ruidos, quejidos, gritos. Cada tanto veía el chisporroteo que producen dos cables pelados con electricidad sobre camas de hierro. Sentía olor a carne chamuscada. Oía gritos, ahogos, súplicas, pero se había librado de los ojos blancos ciegos, de la sensación de cobardía, del asco.
Al final del túnel había sillas, alguien habitaba las sillas. Al acercarse comprobó que esos cuerpos no tenían ojos. Que eran los cuerpos de los ojos que el había cegado. Nuevos espejos que lo acompañarán reflejando su cobardía y su asco a través de todos los tiempos.
<p> <iframe allow="accelerometer; autoplay; encrypted-media; gyroscope; picture-in-p...
Primer caso de Coronavirus CONFIRMADO en La Playosa. Se trata de la primera mujer mayor de 70 ...
Bajo la premisa de una educación para todos y todas, la Municipalidad de La Playosa, a ...