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31
Oct
2015
Institucional | Fuente: El Diario de Villa Maria

BALLESTEROS SUD: MEMORIAS DE UN CEMENTERIO INDIO

Memorias de un cementerio indio

Aunque lo hayan enclavado a tres cuadras de la plaza, uno tiene la sensación de abandonar el pueblo cada vez que se dirige al cementerio de Ballesteros Sud. Como si su gente tuviera que dejar atrás la civilización para visitar a sus muertos en los campos de la barbarie. Y, en efecto, apenas atravesada la tranquera de un camino torcido y justo detrás de una chacarita con criadero de chanchos, se atisba el arco del camposanto. Rodeado de un bosque de algarrobos y el campo de los Gómez, uno ingresa a la jurisdicción de un país que no tiene fin. Se trata de una geografía previa a la llegada del blanco, una pampa salvaje y sin sembradíos donde se forjaron los mitos que hoy se cuentan en el pueblo. Uno de ellos tiene como actor principal a Celso Caballero, un niño que alrededor de 1865 fuera secuestrado por un malón ranquel. Cuenta la leyenda que 35 años después y cuando ya lo daban por muerto, Celso volvió a su pueblo portando la fascinante doble ciudadanía de las dos culturas.

Por eso es que al entrar al San Juan uno siente algo más que atravesar la puerta de un cementerio, uno siente que está cruzando un portal hacia el pasado, adentrándose a un territorio de tumbas donde descansan niños y mujeres de antaño junto a gauchos, soldados y caudillos. Seguramente por las noches la sombra de los aparecidos hablan entre sí de malones y batallas mientras el pueblo duerme a sólo tres cuadras bajo la misma luna, bajo el mismo y tristísimo aullido de los perros.

Ramón Ferreyra es uno de los sepultureros del San Juan y me recibe en la entrada como a un pariente lejano. Y entonces me dice que mire bien el portal. “¿Te das cuenta de la forma que tiene?”. Le digo que no, salvo una curvatura parecida a la de la iglesia del pueblo. Pero no es esa similitud la que le interesa a Ferreyra. “Puede ser, chico; pero si te fijás bien tiene la forma de un ala de ángel. Fue hecha así a propósito”, me dice. Y esta constatación será una fabulosa metáfora de todo lo que verán sus ojos y pasará desapercibido a los míos.Sobre héroes y tumbas

Le pregunto, para empezar, la edad del camposanto. “La verdad es que no sabría decirte con exactitud, pero las tumbas más viejas son de 1890, como esta cruz rota que encontramos el otro día. Así que 125 años tiene seguro. Antes hubo otro cementerio. Estaba a dos cuadras justo al lado de la chacarita. Como había quedado muy pegado al pueblo lo trasladaron. Ahí había huesos de gente muerta hacía muchísimo. Incluso hasta es probable que haya habido huesos de indios”.

 

Tumba antigua, familia Rocchietti

Le digo al enterrador que en este cementerio todo parece mucho más viejo que lo que en realidad es. Y esta observación, absolutamente subjetiva de mi parte, encuentra un eco inesperado en su persona. “Así es, chico. Y no sólo en el cementerio, sino también en el pueblo. Dicen que Ballesteros Sud tiene 187 años, pero la realidad es que es mucho más antiguo. Mi padre me contaba que cuando era chico, le llevaba la comida a la tía Tiburcia, una mujer que vivió hasta los 117 años. Eso fue en 1916. Esa mujer llegó a Ballesteros Sud con 7 años, o sea mucho antes de la fundación de 1828. Y siempre decía que en ese tiempo el pueblo ya estaba igual”.

-¿Y cuántos años decís que tiene Ballesteros Sud?

-Mirá, el año pasado vino un profesor de historia de Córdoba al cementerio y nos dijo “este pueblo debe andar por los 400 años, como Cruz Alta. Es uno de los más viejos de la provincia”. Este historiador buscaba la tumba de un tal Augusto Domingues, con “ese” al final. Parece que era un caudillo de esta zona que juntaba gauchos y defendía al pueblo. Dice que estuvo en el Cruce de Los Andes con San Martín, en la tropa con Belgrano y que peleó en una de las primeras batallas entre unitarios y federales en Cochica, cerca de Cárcano. Este historiador dice que Domingues tiene que estar enterrado acá porque este era su pueblo.

-¿Y lo pudieron encontrar?

-No. Le dije que a lo mejor estaba en el otro cementerio, pero él me dijo que tenía que ser acá porque así dice en los registros de la Catedral de Córdoba. Dijo que lo habían mandado del ejército “para encontrar a un excombatiente que peleó contra los ingleses y murió en el 86”. Cuando dijo eso le conté que acá teníamos sólo dos excombatientes de Malvinas, que eran Inga y Mendoza. Pero él hablaba de “mil ochocientos ochenta y seis” y de haber peleado en las invasiones inglesas, no en las islas… (risas).

-Hay muchas celebridades enterradas en este cementerio, como don Celso Caballero…

-Sí, vení que te lo muestro…

Y Ferreyra me conduce a la periferia del cementerio, casi al ángulo entre el paredón norte y oeste. Allí, en una tumba carcomida por el tiempo donde el punzó decoloró en rosa lavado, yacen los restos del hombre que fuera leyenda: “22 de junio de 1938 a los 83 años. Cariñosamente te recuerdan tus hijos y nietos”, reza una placa de acero. En el centro y ribeteada con laureles de estaño, la cara de don Celso también ha sufrido el deterioro. Y es que la vieja foto en sepia se ha ido “floreciendo” en lamparones blancos, como si el fósforo del tiempo estuviera quemando por detrás al papel fotográfico de la historia. Y, curiosamente, ese efecto le ha ido poniendo a Celso una larga barba de prócer, acaso la misma que le creció una vez enterrado.

A la historia de don Celso me la cuenta Ramón con fabulosa síntesis propia del haiku japonés y la oralidad criolla. “A Celso lo secuestraron acá nomás, en el campo de Gómez. Estaba cuidando unas ovejas cuando pasó un indio a caballo, lo manoteó y se lo llevó. Fue a parar al otro lado de Río Cuarto, allá por cerca de Laboulaye que era donde se aquerenciaban los ranqueles”.

Sin embargo, 35 años después, Celso volvería. “Una tarde estaban haciendo un fogón en la plaza cuando se apareció un hombre de 44 años. Era él, pero nadie lo había reconocido. Cuando dijo su nombre todos lo abrazaron y lo invitaron a comer. Al poco tiempo se casó y tuvo tres hijos. Hasta que un día vinieron a buscarlo dos indios jóvenes. Eran los hijos que había tenido allá. El los recibió y les presentó a los otros hermanos, pero les dijo que ya no se iría más de su pueblo. Los indios estuvieron como 15 días y se volvieron a Tucumán, donde habían trasladado a los ranqueles. Celso no los volvió a ver nunca más y murió tranquilo. Todavía quedan parientes suyos en Río Cuarto y de tanto en tanto le traen una flor”, dice Ramón. Y su voz es un réquiem para aquel hombre que fue cosmopolita en un mismo suelo, alcanzando a vivir la mitad de su vida en la cultura del blanco y la otra mitad en la cultura del indio.

 

Carlos y Ramón, biógrafos de los muertos

En ese preciso instante arriba al cementerio Carlos Rosales, el otro sepulturero. Y me dice que hay otras tumbas interesantes por si las quiero ver. Le digo que para eso vine. Y entonces, sin mediar palabra, los hombres echan a andar por el paredón oeste para que los siga. Así llegamos a una especie de jardín desolado, un cantero de tierra baldía cercado por una reja oxidada. Contra la pared se alinean cuatro lápidas fabulosamente talladas en piedra blanca. “Esta es la tumba de los ingleses -señala Ramón. Se dice que murieron en un accidente de carretas por acá cerca”. Leo las placas: “Elena Walsh, irlandesa muerta en 1915 a los 31 años. Mary Hurley, irlandesa muerta en 1915 a los 34 años. Patrick Lanktree, irlandés muerto en 1921 a los 53 años. Berehe Vignau, francés muerto en 1915 a los 35 años”. Hay una sola cosa que no me cierra en las fechas y es la muerte de Lanktree, acaecida seis años después que los demás. “Puede ser porque hubo un Lanktree que vivió en la Estancia La Atalaya cerca de acá -dice Ramón. Debe haber sido ese. De todos modos, nadie sabe cómo llegó esta gente ni por qué murieron ni por qué le dicen la tumba de los ingleses si ninguno es inglés. Sólo te puedo decir que esta reja ya tiene 100 años…”. Y la frase del hombre cae pesada y misteriosa en el entendimiento como una sentencia hermética.

Cerca de la tumba de los ingleses se hunde el osario. Dos puertas de lata verde preanuncian su húmeda respiración de pozo repleto de huesos. “Se nos llenó de agua dos veces en los dos últimos años, pero no fue por la inundación, sino porque la napa está muy alta -explica Carlos-, así que lo tuvimos que limpiar. Cuando hacemos las reducciones, rociamos los huesos con agua bendita y los depositamos acá”.

Desde el extremo del camposanto llegamos a los panteones suntuosos de la entrada: Bollo, Bauk, Allione, Vittone y Dáneo, apellidos insignes grabados en altas piedras monumentales. Entre ellos sobresale el último, perteneciente a los ancestrales terratenientes del lugar con una placa conmemorativa a don José. Se trata de un pequeño santuario en granito sobre el cual Carlos me hace este comentario. “El año pasado lo saquearon por completo. Se llevaron placas, las rejas de los vitrales y una tapa de bronce que pesaba más de 80 kilos. Era una puerta labrada que iba al sótano. Porque los Dáneo no están adentro del nicho, sino en el subsuelo, todos ahí abajo”. Luego me cuenta que el panteón de los Vittone corrió la misma suerte. “Le cortaron unas cadenas de bronce y unos caños de cobre que lo resguardaban. Seguro que no fue gente de acá, pero tuvo que haber habido un entregador…”.

Cerca de este barrio residencial del más allá, se destaca un nicho antiguo con forma de casita de cuentos. Torcido como la Torre de Pizza, descolorido como una escuela de campo y con un angelito en el techo, “la casita” no anuncia ni remotamente la presencia de los siete enanos. “Ahí estaba enterrado un chico Vallés que murió en 1925 -señala Ramón. Los padres le hicieron ese angelito en el techo para que lo protegiera, pero ahora el nicho está vacío. Siempre le digo a la Carolina (Jara, la intendenta) que ahí tendríamos que hacer una gruta”.

Al final y como un guía especializado en la biografía de los muertos, Carlos me muestra un extraño obelisco de mármol. Allí, una placa de cobre dice una frase demasiado enigmática para mí: “Jorge Marusich, dolorosamente asesinado a los 48 años el 22 de julio de 1933. Homenaje de su madre y hermanos”. La explicación del misterio queda a cargo de Carlos. “Apareció muerto en el campo y lo descubrió el perro. La mujer confesó que le dio un palo y que después el amante le pegó un tiro en el pecho. Fueron los dos presos, pero cuando cumplieron la condena se juntaron y murieron felices”. No sé si es un final rosa o negro para una historia de amor, pero es tan retorcido y fascinante como una novela policial de Jim Thompson o de Raymond Chandler.

Siguiendo la misma vereda, se levanta la tumba de Andrés Morete (1862-1900). Se trata de un hombre de bigotes y ojos iracundos que no miran la cámara. “Era un italiano al que un día la piedra le destrozó el trigo. Le faltaba nada más que dos días para levantarlo y como era un gringo loco salió en medio de la tormenta para matar a Dios. Cuando levantó la escopeta le cayó un rayo y lo dejó mosca. Dios lo mató a él”, sentencia Carlos con una leve sonrisa que subraya la fatalidad.

Por el mismo camino saludamos a José García, el fundador del Club Unión en el año 28, luego a Julio Julián “el hombre le dio de comer a todo el pueblo porque le fiaba a cualquiera” y por último a Pedro Gill Bustos, un señor de bigotes tenebrosos. “Este es el hombre que se comió un cordero entero”, me dice Carlos. Lo miro como si me dijera aquí yace un vampiro que le chupó la sangre a 100 niños huérfanos. “Dicen que Pedro se pasaba una semana sin comer, pero cuando se sentaba a la mesa se limpiaba él solo un animal entero; una gallina, un pavo o un cordero como pasó una vez. Era un hombre muy grandote y se murió a los noventa y pico de años”. Le digo que debe haber sido por su dieta. “Seguro… Pero te digo que en el pueblo hay varios que van por el mismo camino”, comenta Carlos. Y los dos sepultureros se ríen entre las tumbas.

Me despido de mis guías del reino de los muertos y tras el saludo gano el camino al pueblo. Hago unos pasos y me doy vuelta no sé si por costumbre o simple melancolía. Y entonces miro por última vez el cementerio. Parece la ciudad de un país del pasado, un pequeño “fuerte” silencioso blanqueado a la cal y rodeado de algarrobos vírgenes. Ha de ser por eso es que en las noches de luna los espíritus de los soldados se materializan y hablan de unitarios y federales, de San Martín y las invasiones inglesas. Pero también salen a la superficie las almas ancestrales de los indios, esas que yacen enterradas al fondo. Y cuando un soldado quiere preguntarle algo a un indio y necesita traductor, la figura de don Celso Caballero sale de su tumba y se aproxima despacio, con la barba hasta el pecho como en la foto envejecida de su lápida. Adusto como un prócer, espectral como una aparición.

Iván Wielikosielek

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Ramón Ferreyra y Carlos Rosales en las tumbas inglesas de 1915 Foto: El Diario de Villa María
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